Verdad, mentiras y alternativas a la razón
Por Edwin Botero Correa
Ante la gravedad y el tono de los –ya no debates sino– escándalos desatados o, más bien, descubiertos y divulgados, cobra especial vigencia, cuando menos, revisar las actitudes con las que se asumen y afrontan tanto la verdad de los hechos como las mentiras con respecto a los mismos, que consisten en su negación, ocultamiento y/o encubrimiento. Todo ello en el actual contexto de la sociedad postmoderna y de las alternativas que se ofrecen a la razón, a la hora de reconocer, afrontar y asumir la realidad de los hechos.
Al respecto, viene muy bien el breve texto escrito por el hace poco tiempo fallecido Cardenal Giacomo Biffi (11 de julio de 2015 †), Obispo de Bolonia, que sirvió como Prefacio del libro del Periodista e Historiador italiano Vittorio Messori, titulado "LEYENDAS NEGRAS DE LA IGLESIA".
Con respecto a la Verdad, no sólo Doctrinal sino de los hechos, con extraordinaria lucidez afirma:
"Hay que averiguar la verdad, salvarla de las alteraciones, proclamarla y honrarla, cualquiera que sea la forma en la que se presenta y la fuente de información. Más de una vez santo Tomás de Aquino nos enseña que omne verum, a quocumque dicatur, a Spiritu Sancto est («cualquier verdad, quienquiera la diga, viene del Espíritu Santo»)".
E indica la actitud correspondiente y consecuente:
"Si recibo un golpe en la mejilla derecha, la perfección evangélica me propone ofrecer la izquierda. Pero si se atenta contra la verdad, la misma perfección evangélica me obliga a consagrarme para restablecerla: porque allá donde se extingue el respeto a la verdad, empieza a cerrarse para el hombre cualquier camino de salvación".
En relación con la mentira, además de lo anterior, propone:
"Recíprocamente, también hay que decir que las falsedades, las manipulaciones y los errores deben ser desenmascarados y condenados, cualquiera que sea la persona que los proponga y cuán amplia sea su difusión".
Pero advierte sobre la prevalente y lamentable actitud irenista según la cual no habría que controvertir, sino resolverlo todo por la vía del "diálogo" y, peor aún, de los consensos:
"Nos encontramos literalmente sitiados por la malicia y el engaño: los católicos en su mayoría no reparan en ello, o no quieren hacerlo [...]. Algunas veces me imagino que el cuerpo de la cristiandad actual padece, por así decirlo, algún tipo de deficiencia inmunitaria [...].
La agresión al Reino de Dios iam praesens in mysterio es fenómeno de todos los tiempos, y de ello el Señor nos ha avisado repetidamente, aunque en las últimas décadas no hemos escuchado mucho sus palabras sobre el tema. En cambio, lo que especialmente caracteriza nuestra época es el principio de que no se debe reaccionar: la retórica del diálogo a toda costa, un malentendido irenismo, una rara especie de masoquismo eclesial parecen inhibir todas las defensas naturales de los cristianos, de manera que la virulencia de los elementos patógenos puede realizar sin obstáculos sus devastaciones".A manera de conclusión apelamos a su extraordinaria lucidez, con la que describe claramente el actual estado de postración de la Razón como consecuencia de la pérdida de la Luz de la Fe:
"En oposición a lo que comúnmente se piensa, la escéptica cultura contemporánea no carece de cuentos, sino de espíritu crítico [...]. El problema más radical a consecuencia de la descristianización no es, en mi opinión, la pérdida de la fe, sino la pérdida de la razón: volver a pensar sin prejuicios ya es un gran paso hacia adelante [...]".
Y remata proféticamente:
"La alternativa de la fe no es, en consecuencia, la razón y la libertad de pensamiento, sino, el suicidio de la razón y la resignación a lo absurdo".
Esa es la realidad a la que estamos asistiendo y a la que nos vemos abocados.
No obstante, puesto que estamos hablando de realidades no sólo humanas sino signadas por las Realidades Sagradas, hay un margen para el optimismo o, en términos de San Pablo, para "una gozosa esperanza":
"Por otra parte, también es verdad que la iniciativa de salvación de Dios tiene una función sanadora integral: salva al hombre en su totalidad; incluida, por lo tanto, su natural capacidad cognoscitiva".
Eso sí, previa conversión a la Verdad, es decir, a Jesucristo, que es Camino, Verdad y Vida.
(A continuación, el texto íntegro del prefacio...).
(A continuación, el texto íntegro del prefacio...).
* * *
Cuando
un muchacho, educado cristianamente por la familia y la comunidad parroquial, a
tenor de los asertos apodícticos de algún profesor o algún texto empieza a
sentir vergüenza por la historia de su Iglesia, se encuentra objetivamente en
el grave peligro de perder la fe. Es una observación lamentable, pero
indiscutible; es más, mantiene su validez general incluso fuera del contexto
escolástico.
Aquí
tenemos un problema pastoral de los más punzantes; y sorprende constatar la
poca atención que recibe en los ambientes eclesiales.
Para
salvar nuestra alegría y orgullo de pertenecer al «pequeño rebaño» destinado al
Reino de Dios, no sirve la renuncia a profundizar en las cuestiones que se
plantean. Es indispensable, por el contrario, la aptitud para examinar todo con
tranquila ecuanimidad: en oposición a lo que comúnmente se piensa, la escéptica
cultura contemporánea no carece de cuentos, sino de espíritu crítico; por eso
el Evangelio se encuentra tan a menudo en posición desfavorable.
Tal
como he dicho en repetidas ocasiones, el problema más radical a consecuencia de
la descristianización no es, en mi opinión, la pérdida
de la fe, sino la pérdida de la razón: volver a pensar sin
prejuicios ya es un gran paso hacia adelante para descubrir nuevamente a Cristo
y el proyecto del Padre.
Por
otra parte, también es verdad que la iniciativa de salvación de Dios tiene una
función sanadora integral: salva al hombre en su totalidad; incluida, por lo
tanto, su natural capacidad cognoscitiva.
La
alternativa de la fe no es, en consecuencia, la razón y la libertad de
pensamiento, tal como se nos ha repetido obsesivamente en los últimos siglos;
sino, al menos en los casos de extrema y desventurada coherencia, el suicidio
de la razón y la resignación a lo absurdo.
Con
respecto a la historia de la Iglesia y a las dificultades pastorales que
provoca, conviene recordar la necesidad de un triple análisis.
El
primero es de carácter esencialmente teológico, tal que puede ser compartido
sólo por quien posee «los ojos de la fe». Se trata fundamentalmente de adquirir
y llevar al nivel de la conciencia una eclesiología digna de este nombre. Se
podrá llegar a comprender en ella que la Iglesia es, como decía san Ambrosio, ex
maculatis immaculata: una realidad intrínsecamente santa constituida por
hombres todos ellos, en grado y medida diferente, pecadores.
Aquí
está precisamente su prodigio y su encanto: el Artífice divino, usando la
materia pobre y defectuosa que la humanidad le pone a su disposición, consigue
modelar en cada época una obra maestra, resplandeciente de verdad absoluta y
sobrehumana belleza; verdad y belleza que también son nuestras, de cada uno de
nosotros, según la proporción de nuestra efectiva participación en el cuerpo de
Cristo.
Se
muestra así verdadero y agudo teólogo –sea cual sea
su especialización académica y su cultura reconocida– no tanto el que se
indigna y escandaliza porque hay obispos que, en su opinión, son asnos, como el
que se conmueve y entusiasma porque –admítase la irreverencia– hay
asnos que son obispos.
Bajo
este aspecto, el creyente puede acercarse a las vicisitudes y acontecimientos
de la historia de la Iglesia con ánimo mucho más emancipado que el que no es
creyente: su eclesiología le permite no considerar a
priori inaceptable ningún dato que resulte realmente establecido y cierto,
por deshonroso que parezca para el nombre cristiano; mientras que el incrédulo
se sentirá obligado a rechazar o banalizar todo heroísmo sobrehumano, los
valores trascendentes, los milagros que encuentra sobrenaturalmente motivados.
Más o menos lo que ocurre en el caso del Santo Sudario, por mencionar un tema
que apasiona a Messori.
Formalmente,
como sabemos, nuestra fe no resulta afectada, cualquiera que sea el modo en que
la ciencia decida pronunciarse: incluso podríamos permitimos el lujo de no
creer en lo que ella diga. Aceptar la autenticidad de esa sábana, en cambio, es
moralmente imposible para quien no reconoce en Jesús de Nazaret el Cristo, hijo
del Dios viviente, por lo inexplicable que es el cúmulo de eventos
extraordinarios que caracterizan su origen y su conservación. La sospecha de
prejuicio, ya se ve, cae, en este caso, en el campo de Agramante más que en el
de los Paladinos.
El
segundo tipo de análisis es de índole filosófica, y pueden compartirlo todos
los que dispongan de un mínimo de honestidad intelectual.
Cuando
se habla de culpas históricas de la Iglesia, no hay que desestimar el hecho de
que ésta es la única realidad que permanece idéntica en el curso de los siglos,
y por tanto acaba siendo también la única llamada para responder de los errores
de todos.
¿A
quién se le ocurre preguntarse, por ejemplo, cuál fue, en la época del caso
Galileo, la posición de las universidades y otros organismos de relevancia
social respecto a la hipótesis copernicana? ¿Quién le pide cuentas a la actual
magistratura por las ideas y las conductas comunes de los jueces del siglo
XVII? O, para ser aún más paradójico, ¿a quién se le ocurre reprochar a las
autoridades políticas milanesas (alcalde, prefecto, presidente de la región)
los delitos cometidos por los Visconti y los Sforza?
Es
importante observar que acusar a la Iglesia viva de hoy en día de sucesos,
decisiones y acciones de épocas pasadas, es por sí mismo un implícito pero
patente reconocimiento de la efectiva estabilidad de la Esposa de Cristo, de su
intangible identidad que, al contrario de todas las demás agrupaciones, nunca
queda arrollada por la historia; de su ser «casi-persona» y por lo tanto, sólo
ella, sujeto perpetuo de responsabilidad.
Es
un estado de ánimo que –precisamente a través de las
actitudes de venganza y la vivacidad de los rencores– revela casi un initium
fidei en el misterio eclesial: lo que, posiblemente, provoca la hilaridad de
los ángeles en el Cielo.
Pero
una vez asimiladas estas anotaciones, digamos, de «eclesiología sobrenatural y
natural», uno no puede eximirse de analizar con mayor concreción la cuestión:
se hace por lo tanto necesario examinar la credibilidad de lo que comúnmente se
dice y se escribe sobre la Iglesia.
Hay
que averiguar la verdad, salvarla de las alteraciones, proclamarla y honrarla,
cualquiera que sea la forma en la que se presenta y la fuente de información.
Más de una vez santo Tomás de Aquino nos enseña que omne
verum, a quocumque dicatur, a Spiritu Sancto est («cualquier verdad,
quienquiera la diga, viene del Espíritu Santo»); y sería suficiente esta cita
para observar la envidiable amplitud de espíritu que caracterizaba a los
maestros medievales.
Recíprocamente,
también hay que decir que las falsedades, las manipulaciones y los errores
deben ser desenmascarados y condenados, cualquiera que sea la persona que los
proponga y cuán amplia sea su difusión.
Ahora
bien, es necesario que nos demos cuenta de una vez –dice,
entre otras cosas, Vittorio Messori en estas páginas– del cúmulo de opiniones
arbitrarias, deformaciones sustanciales y auténticas mentiras que gravitan
sobre todo lo que históricamente concierne a la Iglesia. Nos encontramos
literalmente sitiados por la malicia y el engaño: los católicos en su mayoría
no reparan en ello, o no quieren hacerlo.
Si
recibo un golpe en la mejilla derecha, la perfección evangélica me propone
ofrecer la izquierda. Pero si se atenta contra la verdad, la misma perfección
evangélica me obliga a consagrarme para restablecerla: porque allá donde se
extingue el respeto a la verdad, empieza a cerrarse para el hombre cualquier
camino de salvación.
De
esta firme convicción, me parece, ha nacido este libro, que esperamos se
convierta de inmediato en un instrumento indispensable para la moderna acción
pastoral.
Algunas
veces me imagino que el cuerpo de la cristiandad actual padece, por así
decirlo, algún tipo de deficiencia inmunitaria.
La
agresión al Reino de Dios iam praesens in mysterio es
fenómeno de todos los tiempos, y de ello el Señor nos ha avisado repetidamente,
aunque en las últimas décadas no hemos escuchado mucho sus palabras sobre el tema.
En
cambio, lo que especialmente caracteriza nuestra época es el principio de que
no se debe reaccionar: la retórica del diálogo a toda costa, un malentendido irenismo,
una rara especie de masoquismo eclesial parecen inhibir todas las defensas
naturales de los cristianos, de manera que la virulencia de los elementos
patógenos puede realizar sin obstáculos sus devastaciones.
Afortunadamente,
el Espíritu Santo nunca deja sin intrínseca protección a la Esposa de Cristo.
Permanece siempre activo, estimulando las antitoxinas necesarias bajo
diferentes formas y a diferentes niveles.
El
presente volumen –que recoge gran parte de los
apreciados artículos del «Vivaio» de Vittorio Messori, sección del diario
católico nacional– es precisamente uno de estos remedios providenciales
para nuestros males: su aparición es una señal de que Dios no ha abandonado a su
pueblo.
Messori
es, gracias a Dios, autor original y muy personal. Y no es obligatorio
compartir singularmente todas sus geniales opiniones, pero no podemos dejar de
compartir, todos –y apreciar todos– su
valiente servicio a la verdad y su amor por la Iglesia.
† Cardenal
GIACOMO BIFFI
Arzobispo de
Bolonia
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