Queda ya menos de un año para que termine el infausto, fraudulento y ególatra desgobierno de Juan Manuel Santos, quien de manera dolosa no sólo ha transgredido todos los límites éticos e institucionales, sino que se ha apoderado de ellos extendiéndolos según su personal arrogancia y parecer.
Sólo su desvergonzado proceder para validar sus exabruptos mediante la convocatoria de un plebiscito cuyas reglas alteró y manipuló en su favor, y cuyo resultado omitió con la mayor desfachatez, cinismo y descaro que le son propios, serían razón más que suficiente para que los órganos competentes dentro de los Poderes Públicos lo destituyeran y lo sometieran a juicio, no sólo político sino penal, en el que se incluyan el fraude electoral, los topes en los aportes a su campaña y todo el entramado de Odebrecht, amén del favorecimiento de delincuentes y la monumental labor de corrupción en todas las instancias gubernamentales para coludir las tres ramas del Poder hasta un vértice de corrupción jamás visto en nuestro suelo ni en nuestra historia.
Este hombre se apropió indebidamente de las expectativas de la nación y de todo un pueblo claramente alineados en sus propósitos, y los traicionó arteramente cuando se presentó con unas banderas y programas, y desarticuló al país imponiendo las contrarias y doblegando las instituciones y las leyes, así como el fundamento de las mismas, ante los enemigos de la Libertad y el Orden, que son los de los ciudadanos y de la Patria.
Es la eminencia de la trampa, de la mentira y de la guerra sucia, que funge ante el mundo como “personaje de paz" mientras adentro se burla y se ríe de todos y de todo. Es un hombre sin alma, un címbalo resonante, una mera apariencia sin esencia ni sustancia. Si no es el peor de los gobernantes -que lo es-, sería sólo porque nada ha gobernado, pues de eso no sabe.
Ojalá y todo acabara con su salida, pero no será así. Deja el más oscuro y catastrófico "legado" que jamás haya arrastrado pueblo alguno sobre sí. Por eso, la labor de reconstrucción que deberemos acometer será épica, no sólo por lo que se debe recuperar, sino por los enemigos que deja empoderados y a los que habrá que derrotar y desterrar.
Pero su nombre no puede pasar al olvido, porque los estragos de semejante maldición tendrán que ser recordados para perpetua deshonra de su fautor, y para detectar y frenar al idiota narcisista que en el futuro intente hacer lo mismo.
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