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Relato de un Peregrino

Relato de un peregrino

Por Edwin Botero Correa

* * * * *
Martes, 20 de junio de 2017. Buga, Valle. 2:30 p.m.

Hoy también es un día para agradecer. Hoy completo un triduo de acción de gracias y de súplica al Señor de los Milagros de Buga y a la Virgen del Perpetuo Socorro, cuyo ícono original les fue confiado a los Misioneros Redentoristas por el Papa Pío IX el 11 de diciembre de 1.865, con un encargo explícito: “Denla a conocer al mundo entero”. Una vez restaurado, se restableció la exposición del ícono a la veneración pública a partir del 26 de abril de 1.866. Como el próximo Domingo 25 de junio es la Fiesta de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, desde el viernes 16, a las 5:30 a.m., el ícono es llevado en procesión todos los días durante la novena por las calles de alrededor de la Basílica mientras los fieles recitan el Rosario de Aurora.


Amanece justo para la celebración de la Santa Misa a las 6:00 a.m., y el templo rebosa de feligreses y de peregrinos provenietes en su mayoría de Antioquia, así como del Centro-Sur de Colombia. Arriba y detrás del altar, en el “camarín” especialmente dispuesto para ello, protegido por un grueso cristal, reposa la imagen del Señor de los Milagros, cuyo origen y devoción se remontan al siglo XVI, entre los años 1.550 y 1.560. “El negrito”, como cariñosamente se refieren a él sus devotos, luce así después de que el Obispo de la época, en previsión de una devoción falseada por la superstición, ordenara la quema de la imagen, que sólo sufrió algunos daños exteriores dejando en ella las marcas propias del sufrimiento, como lo describe el profeta Isaías, y oscureciendo la madera, más que por el fuego, quizá por la interacción de éste, del calor y del aceite que comenzó a exudar, con el cual se sanaron milagrosamente muchos enfermos, confirmando así el origen sobrenatural de la imagen y llevando a los fieles a una devoción más madura y a una actitud de respeto y reverencia, muy superior a la simple curiosidad supersticiosa.

Pero tan sorprendente como el hecho de la exudación del aceite, son las dos historias que anclan la aparición de la escultura del Señor de los Milagros en la ciudad. Precisemos antes que los “Buga”, sus antiguos pobladores, eran una tribu de ascendencia caribeña que penetraron al interior del país a través de los ríos, y se instalaron en las sierras y en los valles. La primera historia, refiere el esfuerzo con el que una humilde lavandera indígena logró ahorrar setenta pesos para comprar una imagen del Señor Crucificado, que por entonces era muy difícil de conseguir y había que traer del Ecuador, en donde el arte sacro era profuso y reconocido por su belleza y calidad. La segunda, es la historia de un hombre llevado a prisión por un grupo de soldados que pasó a orillas del río, cerca a “la indiecita”, quien entonces se enteró de que el arresto se debía a una deuda que alcanzaba exactamente los setenta pesos; compadecida, sacrificó el total de sus ahorros y pagó el monto, posponiendo para un plazo incierto el anhelo de su corazón, con lo cual libró a este pobre no sólo de la deuda, sino de la prisión, del hambre y de la ruptura de su familia, en un tiempo en el que estas calamidades no sólo significaban la ruina del hombre, sino la pérdida de su dignidad y, con ella, de los más altos valores que constituían el cimiento estable de la sociedad.

Aunque estén indisolublemente unidas, ninguna de las dos historias tendrían sentido por sí mismas sin la maravillosa y discreta irrupción de Dios en las vidas de estas personas y, a través de ellas, en el alma de la nación, cuando por entre la corriente y sobre las aguas del Río Guadalajara -“Río de Piedras”- llegó pequeñito hasta la orilla en la que la indiecita lavaba las ropas. Primero movida por la curiosidad, y luego sorprendida y aún casi sin poder creer que se trataba de un crucifijo, asustada, lo llevó a su casa y lo guardó bajo su cama, dentro de una caja de madera. Cada vez que podía, lo contemplaba con el aliento entrecortado, sin acabar de comprender cómo la Providencia Divina ponía en sus manos esta diminuta imagen que con el paso de los días aumentaba su tamaño, y de lo cual sólo se percató en principio por el ruido que hacía la madera en las noches, y que ella comprobaba cada amanecer, hasta que no pudo más contener su alma ante el prodigio, y fue a contárselo a un sacerdote. Y así como le ocurrió a ella, que ya no podía guardar más para sí semejante portento, la difusión de la noticia fue irreprimible, y ante la expectación y algarabía de los pobladores, llegó al conocimiento del señor Obispo que dispuso poner orden al mandar quemar la imagen.

La historia no cuenta nada más acerca del hombre que gracias al corazón de esta buena mujer se redimió de tantos males. Con certeza debió haber sido el primero y el más agradecido de todos los devotos, al enterarse del origen y de la disposición de los recursos que lo libraron de la deuda, de la prisión, y de todas las demás consecuencias que éstas traían consigo. Especialmente, al comprender el extraño privilegio que Dios le había concedido, no tanto como el beneficiario de la Providencia y de la Caridad Divinas -que ya es bastante-, sino al permitirle ser pobre y verse rechazado, es decir, asemejarse a Él en el sufrimiento, sirviendo como ejemplo de la dignidad humana que Dios viene a rescatar, y sobre la cual pedirá cuentas a cada uno al final de la vida, con las palabras: “Cuanto hicisteis a uno de estos más pequeños, a Mí me lo hicisteis”.

Ya sabemos cómo, ante la magnitud de los hechos, incluso con testigos cuyos testimonios reposan por escrito debidamente notariados, el Señor abrió el camino de esta devoción y dispuso que “La Ciudad Señora”, gracias a Él, y aún antes de su fundación definitiva, gozara de un sitial de honor en los anales de la Fe, y de este inmenso privilegio que habría de convertirla en el epicentro de las peregrinaciones y en el santuario más visitado de Colombia.

Sí. Hoy también es un día para agradecer al Señor y a la Santísima Virgen María por permitirme esta visita, y unirme a las súplicas de tantos miles de peregrinos que imploran Su Bendición. Y como el hombre librado de tan grande mal por el corazón caritativo de una indígena que creyó en las Palabras del Evangelio, haciendo la Voluntad de Dios, yo también clamo a Dios me libre de mis angustias terrenas y me bendiga profusamente conforme a Su Corazón y a Su Infinita Generosidad. Amén.

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