La Amistad, una de las formas del amor…
Por Edwin Botero Correa
Un hecho impensado y doloroso, el suicidio de una persona conocida, me obliga a "entrar en materia" sin preámbulos ni presunciones. "Materia" compuesta de dos ingredientes: la amistad y el dolor.
Mucho
se dice, y se publican cartelitos con frases como "amigo no es el que está siempre
presente sino el que, pese a la distancia o al tiempo, siempre está en tu
corazón y te lleva en el suyo". Falso. En el mejor de los casos, no
puedo concederle más que un “quizás”: que las distancias
geográficas son una barrera que impone limitaciones, es cierto; que el trabajo,
la vida familiar y otros compromisos dificultan la comunicación constante,
también lo es. Pero las barreras espacio-temporales han sido ampliamente
superadas por las tecnologías de la comunicación, de modo que no hay excusa:
siempre se pueden enviar un saludo o un mensaje, y hacer un guiño...
Por
ello, que se recuerde con cariño a
una persona, es una cosa; pero la amistad está hecha de presencias y se
construye con palabras, confidencias y consejos; mediante el intercambio amable
de apreciaciones, el apoyo y el acompañamiento; así como con gestos,
hechos y detalles concretos.
No
en vano destacados filósofos y literatos en todas las culturas han dedicado sus
mejores capítulos y más elevadas letras a La
Amistad, considerándola como una forma específica del Amor. Jesús mismo, habiéndose identificado
como Dios, les dice a sus discípulos: "Ya
no os llamo siervos, sino amigos",
indicándoles que han entrado en un ámbito específico de lo sagrado,
que es el de la confianza -puerta del amor-,
en el cual no se deja de crecer.
La
amistad es en sí misma una forma de presencia plena,
que estimula lo mejor de la Persona y le ayuda a edificar y a afianzar su
identidad: ante el amigo somos como realmente somos, y quedamos siempre al
descubierto. Es por ello por lo que la intensidad de una amistad ayuda a que prevalezcan sentimientos de afecto, aún
a pesar del tiempo y de las dificultades que inexorablemente le sobrevienen.
Pero será amistad en tanto haya perseverado entre las pruebas y
diferencias de criterio que la vida trae consigo. Y se mantendrá gracias al
temple y a la madurez de quienes se dicen y se consideran mutuamente como
amigos. Lo demás no será más que un bonito recuerdo.
Por
eso la primera forma de dolor en lo
que fue una amistad, son la ausencia y el silencio en donde
antes floreció un campo sembrado con presencias y poblado de palabras. La
segunda, es la pérdida del respeto: de entrada es claro que si desde el
comienzo alguien nunca trató al otro con respeto, entonces jamás fue su amigo.
La tercera, es la traición, el amigo que se vuelve enemigo. Y la última, es la pérdida
del amigo, no como tal, sino su ausencia definitiva, especialmente
cuando esta ocurre durante uno de esos “paréntesis” que a veces se dan en el
trato o en la presencia y nos toma por sorpresa.
Este
último fue el dolor provocado con el hecho reciente de la muerte de una persona
amiga. Aunque aún no había un campo sembrado ni florecido con presencias y
palabras, una “amistad” en el pleno sentido de la palabra, podríamos decir que
el terreno se abonaba eventualmente, como ocurre cuando alguien compra una
finca y poco a poco poda, rectifica, labra, abona y siembra: una amistad “en
construcción”, sin pretensiones ni perspectivas distintas a las propiciadas por
el mismo entorno y las circunstancias.
Luego
de unos cuatro años de trato esporádico entre conversaciones, intercambio de
apreciaciones y una que otra confidencia sobre la que se hacía posible emitir
un juicio, opinar o dar un consejo; en donde poco menos de un mes antes dicha
persona me había pedido que orara “por una situación y una necesidad familiar”,
sobre las que luego me había insistido que, por favor, lo siguiera haciendo… De
pronto, la abrupta noticia de su muerte acompañada de una escueta descripción: “estaba muy depresiva”, y al rato, la crudeza
del hecho: “se suicidó”.
Todo
eso produce un impacto instantáneo contradictorio y difícil de asimilar: ¿Qué pasó? ¿Por qué?, se pregunta uno. A
pesar de la conmoción y de las lágrimas, mi inmediata reacción fue continuar
cumpliendo su pedido, orando ahora por su alma y clamando a Dios Misericordia. No
quise entrar en pormenores ni saber nada más, y evité los comentarios y especulaciones
de terceros. Lo que había qué hacer, lo hice a través de la oración y en la
Santa Misa. No conocía a su familia ni mayores detalles sobre su vida. Y aunque
me negué a formarme un juicio sobre el hecho, me sorprendí de lo reservada que
puede llegar a ser una persona sobre su entorno y su vida familiar, comentando
o preguntando únicamente aquello que la inquieta o la cuestiona de algún modo.
Sentí
dolor, tristeza, impotencia…, incluso culpa: “si la hubiera llamado unos días antes, quizá hubiera podido
transmitirle una perspectiva que elevara su estado de ánimo”, me decía a mí
mismo. Pero no conocía su estado psicológico o su condición psiquiátrica.
También sentí rabia, con la vida y con ella: ¿Cómo pueden pasar estas cosas?
¿Qué pudo haberla llevado a este desenlace? Resentí su “cobardía”. Pero, de
nuevo, el desconocimiento de su condición era a todas luces el único hecho
cierto.
El
dolor puede volver jirones en un instante lo que hasta ese momento quizá
lucíamos como una de nuestras mejores prendas: la amistad y nuestra capacidad
de amar. Ante un hecho semejante, se desnudan nuestros dolores egoístas, pues éstas
quedan en entredicho. Con el correr de los días, la experiencia y la madurez
habrán de asentar sus mejores reales sobre ese rastro personal de frustración y
de miseria.
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